Dejé de perseguir premios y empecé a bailar

Solía pensar que girar las máquinas era una estrategia: dominarla con esfuerzo. Pasaba noches frente a la pantalla, obsesionado con el próximo gran premio, creyendo que la suerte era una habilidad. Pero nadie me dijo: los casinos no venden esperanza; venden la ilusión de control. Mi madre tocaba himnos gospel en un viejo piano mientras contaba monedas; sus manos nunca se apresuraban. Me enseñó que la alegría no está en los premios—está en el balance entre los compases. La ‘rueda grande’? No es una máquina. Es un carnaval—tambores golpeando, luces parpadeando como samba bajo cielos medianocturnos en Río. Cada giro? Una respiración. Cada bonificación? Un momento compartido con extraños que ríen en vez de llorar. Realicé pruebas A/B sobre mi propio comportamiento durante tres años como analista conductual en Spotify—no para optimizar el compromiso, sino para entender por qué nos atrae el ruido cuando estamos solos. RTP no cura la tristeza. La generación de números aleatorios no promete seguridad—ofrece espacio. Ahora no persigo victorias. Bailo.

Giro la rueda despacio—como bebiendo agua de coco tras el calor—and dejo que la música me lleve a casa.