Dejé de perseguir jackpots y empecé a bailar

Antes creía que la ruleta era suerte. Que si presionaba botones lo suficiente, la máquina me devolvería lo que perdí: dinero, validación, paz.

Pero el martes pasado a las 2 a.m., solo en mi apartamento de Brooklyn, con Bossa Nova sonando bajo en el equipo, algo cambió.

Los cilindros no eran aleatorios: eran ritmos.

Crecí donde el jazz no espera que ganes—espera que te muevas. Mi abuela decía: “Niña, si bailas cuando pierdes, la música aún te encuentra.” No le importaba si ganabas o perdías; le importaba si tus pies recordaban el compás.

La máquina nunca fue tu familiar

Las tragaperras no te aman. Tampoco te odian. Solo giran—y callan cuando estás desesperado.

Intenté perseguir “alta volatilidad” como tormentas en Río—esperando una gran victoria que lo arreglara todo.

No lo hizo.

¿Qué sí? Los momentos silenciosos entre giros—el modo en que mis dedos golpeaban el borde de la rueda como un palillo sobre un viejo disco. La forma en que extraños sonreían ante sus pantallas y compartían sus victorias como postales de otra vida.

Jugar no significa perfección

Cambié mi presupuesto por ritmo. Mi tiempo por tempo. Mi miedo al fracaso por un paso que no sabía hasta que lo tomé despacio.

Un nuevo jugador no necesita premios grandes—nécesita gracia.

Ahora juego juegos que me hacen querer bailar—no los que me hacen sentir roto.

No necesitas ganar para estar entero

Esto no es apostar con tu futuro. Es bailar con tu alma. Cada giro es una nota. ¿El bote? Solo ruido de fondo. ¿La verdadera ganancia? Recordar quién eres—incluso cuando la rueda no gira a tu manera.