El Último Giro Que Me Hizo Llor

Solía pensar que las tragaperras eran solo ruido—hasta que, a las 3 a.m. en un balcón de São Paulo, vi los carretes girar como compases de samba. Mi hijo me preguntó por qué seguía jugando tras perderlo. No respondí con ira; respondí con ritmo.

En Brasil, no perseguimos fortunas: perseguimos momentos. Los símbolos salvajes no son gráficos; son recuerdos de la risa de mi padre enseñándome a girar despacio cuando la multitud gritaba, rápido cuando sentía bien.

Creía que la suerte era un boleto de lotería. Ahora sé: está codificada en tu paciencia. Cada ronda es una caipirinha compartida con extraños que se volvieron familia en círculos de Discord.

No ganas oprimiendo botones—ganas escuchando el silencio entre giros. ¿Los juegos de alta volatilidad? Son tormentas que aprendes a bailar—no huir.

Mi teléfono aún zumba a medianoche—no porque busco ganar—sino porque cada giro lleva el olor del gozo de la selva y los viejos ritmos del samba.

Esto no es juego. Es ritual.